“El crédito es la confianza institucionalizada. Cuando esa confianza se fisura, ya no hablamos de números: hablamos de soberanía.”
La degradación que nos retrata
La decisión de Moody’s (en 2024) de rebajar la calificación crediticia de Panamá fue recibida con una mezcla de incredulidad oficial, alarma silenciosa en los pasillos del poder económico y una peligrosa indiferencia colectiva. Para algunos, es solo un informe técnico; para otros, una sentencia escrita en el idioma de los mercados, donde las emociones no importan y los errores se pagan con intereses más altos. En mayo del 2025, este calificación se mantiene vigente.
Pero la realidad es otra: esta degradación no solo refleja un cálculo contable, sino una percepción profundamente política sobre la conducción del país. Moody’s ha dicho sin decirlo que ya no cree que el Estado panameño esté en capacidad de controlar su destino fiscal. Lo que está en juego no es solo el costo del financiamiento externo: es la credibilidad misma del modelo panameño.
El fin del silencio cómodo
Durante dos décadas, Panamá bailó sobre una cuerda floja que parecía de acero. Se creció sin importar el ruido de fondo: listas grises, escándalos de corrupción, un sistema previsional quebrado. El Canal seguía generando ingresos, los rascacielos se multiplicaban, y el dólar fuerte anestesiaba las contradicciones. Era fácil creer que siempre habría crédito barato para cubrir las fisuras.
Moody’s, sin embargo, ha interrumpido la música. Su informe, publicado con precisión quirúrgica, denuncia lo que muchos sabían pero pocos se atrevían a reconocer públicamente: el Estado panameño ha perdido el control de su trayectoria fiscal. El déficit no es coyuntural; es estructural. La deuda no es herramienta; es dependencia. Y la Caja de Seguro Social, una bomba de tiempo que ningún gobierno ha querido desactivar, está a segundos del estallido.
El espejo roto de la imagen-país
La calificación crediticia no es una encuesta de popularidad. Es el juicio de una élite financiera global que observa a Panamá como se observa un instrumento financiero: sin emociones, sin historia, sin patria. El país dejó de ser la estrella emergente de América Latina para convertirse en un riesgo que se mide en spreads.
La narrativa oficial que niega el impacto inmediato ignora el daño silencioso a largo plazo. Cada punto de interés adicional que pague Panamá por endeudarse será menos inversión en salud, educación o infraestructura. Y lo más grave: cada inversionista que dude, cada proyecto que se congele, cada dólar que no llegue, será consecuencia directa de esta nueva percepción.
Moody’s ha dicho que Panamá ya no merece confianza plena. Y esa percepción es contagiosa.
¿Quién responde políticamente?
El deterioro fiscal no es obra de una administración. Es el legado acumulado de gobiernos que confundieron crecimiento con desarrollo, obras con reformas, y clientelismo con gobernabilidad. Ninguno quiso tocar el sistema de pensiones. Ninguno quiso racionalizar el gasto público. Ninguno reformó la arquitectura institucional del Estado. Todos, sin excepción, administraron el modelo como si fuera eterno.
Ahora la historia ha cobrado su factura. La rebaja de Moody’s expone el vacío estructural de nuestra política económica: una élite gobernante que teme tomar decisiones impopulares, una Asamblea que legisla por interés inmediato, y una ciudadanía atrapada entre el hartazgo y el conformismo.
¿Quién, entonces, paga esta cuenta? Los que no tienen opción de irse. Los que usan la CSS. Los que dependen de la educación pública. Los que viven de un salario en un país donde el Estado se endeuda para pagar planillas.
La trampa del cortoplacismo
El gobierno panameño, en su respuesta oficial, apeló al optimismo: se destacó la resiliencia económica, la recuperación post-COVID, los proyectos de inversión en marcha. Pero ninguna de estas variables cambia el fondo del asunto: Panamá gasta más de lo que ingresa, y no tiene un plan viable para revertir la tendencia.
El peligro es que la política panameña siga actuando como si esto fuera una tormenta pasajera. Que se vea la degradación como un daño reputacional que puede limpiarse con relaciones públicas. Que se posponga una vez más la reforma fiscal, la modernización del Estado, la transformación profunda que este momento exige.
Panamá está en una encrucijada. Puede seguir navegando en piloto automático hasta que el crédito externo se vuelva impagable, o puede actuar con la audacia histórica de quienes entienden que las crisis también son oportunidades.
Un país ante el abismo (y el espejo)
Moody’s no tiene intereses partidistas. No le importa quién gobierna. No evalúa intenciones, sino resultados. Y su dictamen es claro: Panamá ha perdido el control de su rumbo fiscal y necesita tomar decisiones urgentes. ¿Qué hará el país con este espejo que le han puesto delante?
Seguir negando el problema es invitar al colapso. Enfrentarlo con reformas de maquillaje sería repetir el error. Pero atreverse a transformar, no solo las cifras, sino las bases mismas del Estado, es un acto de coraje político que pocos han demostrado tener.
Lo que está en juego no es una nota crediticia. Es la credibilidad del país. Su contrato social. Su proyecto de nación.
Epílogo: lo que Moody’s no mide
Moody’s no mide la desesperanza de los jóvenes que no ven futuro. No mide la corrupción institucionalizada. No mide la fractura social silenciosa. Pero esos factores son tan corrosivos como el déficit fiscal.
Panamá necesita más que ajustes presupuestarios. Necesita una refundación ética y política de su liderazgo. Una nueva narrativa. Un nuevo pacto. Y quizás lo más difícil: una ciudadanía que no tolere más la mediocridad.
Porque cuando un país pierde el crédito… también puede perder el alma.
