Imaginemos por un momento el escenario: es viernes 11 de diciembre de 2025, falta apenas 48 horas para que un pequeño partido político realice sus elecciones internas. El presidente, Daniel Brea, sorprende a todos pidiendo que se suspenda el proceso. Su argumento parece razonable en la superficie: hay «claridad» que hacer respecto a algunos candidatos cuyos familias están inmiscuidas en una operación contra el narcotráfico. La pregunta que nadie quería formular era obvia: ¿estaba intentando ganar tiempo, o realmente buscaba proteger la integridad institucional? ¿O ambas cosas simultáneamente?
Este es el núcleo del drama que atravesó al Partido Popular el 13 de diciembre de 2025, cuando 465 de sus 552 delegados habilitados acudieron al Hotel El Panamá para elegir a su nueva directiva. Lo que sucedió ese sábado fue más que una elección interna; fue un termómetro de cómo funciona la política panameña cuando la criminalidad penetra las estructuras del poder, cuando la presunción de inocencia choca contra la presión política, y cuando la supervivencia institucional supera la prudencia ética.
Porque el Partido Popular, con sus apenas 21,305 afiliados, el número más bajo entre los ocho partidos legalmente constituidos en Panamá, enfrenta hoy una pregunta fundamental: ¿puede una organización política seguir siendo creíble cuando sus candidatos son parientes de personas acusadas de dirigir redes de tráfico internacional de drogas? Y más importante: ¿quién decide si sí o si no, y con base en qué criterios?
La tormenta perfecta
Para entender el peso de lo ocurrido el 13 de diciembre, hay que retroceder apenas diez meses. En febrero de 2025, la joven Dayra Caicedo, de 23 años, fue secuestrada frente a su residencia en Vista Alegre, Arraiján. Era un caso que sacudió a la opinión pública: una joven desaparecida, una familia en pánico, un drama que parecía extraído de las peores historias de inseguridad que afligen a Panamá. Su padre, César Caicedo, hizo un llamado público pidiendo ayuda. Se convirtió en una voz visible, vulnerable, en los medios de comunicación nacionales.
Treinta y cuatro días después, en un giro inesperado, Dayra apareció con vida en una gasolinera de Burunga. El alivio fue inmediato, pero también lo fue la incertidumbre. ¿Qué había ocurrido realmente? ¿Se pagó rescate? ¿Quién ordenó su liberación? Nunca se aclaró completamente.
Lo que sí quedó claro meses después fue algo que parecía increíble: el mismo César Caicedo, el padre que había buscado públicamente a su hija, fue aprehendido el 3 de diciembre de 2025 durante la Operación Nodriza, una acción coordinada de la Fiscalía de Drogas, la Policía Nacional y la Dirección de Investigación Judicial. Según los informes oficiales, Caicedo era el supuesto cabecilla de una red criminal que había estado operando desde 2023, moviendo toneladas de cocaína entre Panamá y Colombia, utilizando embarcaciones artesanales, vehículos adaptados con dobles fondos, y una empresa aparentemente legítima de venta de camarones como cobertura logística.
Los datos que proporcionó la Fiscalía fueron contundentes: la vigilancia sobre Caicedo se había realizado durante tres años, con más de 70 diligencias de seguimiento en diversos puntos de La Chorrera y Arraiján. Según las investigaciones, se le vincularía con al menos cuatro eventos de decomiso de cocaína que ocurrieron entre 2023 y 2025. El primero, en noviembre de 2023, resultó en la incautación de 94 y 130 kilos. En febrero de 2025, el mismo mes en que su hija fue secuestrada, se registró otro movimiento de 50 kilos. La acumulación de evidencia sugería un patrón sistémico, no episódico.
Pero aquí es donde la trama política se entrelaza con la criminal: dos parientes directos de César Caicedo eran candidatos en las elecciones internas del Partido Popular. José César Caicedo, su hijo, aspiraba a la vicepresidencia. Eric Jiménez Caicedo, su sobrino, competía por la tercera subsecretaría. Ambos no fueron aprehendidos durante la operación, lo cual los mantenía bajo la protección técnica del fuero electoral, ese mecanismo legal que protege a los candidatos políticos de ser detenidos mientras están activos en procesos electorales. Pero la pregunta política era más incisiva que la legal: ¿podía un partido permitir que los parientes más cercanos de un presunto narcotraficante internacional ocuparan posiciones de poder en su estructura directiva?
El intento de suspensión
Daniel Brea, quien había sido elegido presidente del Partido Popular en noviembre de 2020 y desde entonces había lidiado con conflictos internos que lo habían llevado casi a la expulsión del partido en 2021, vio en la Operación Nodriza una oportunidad. No necesariamente para actuar con integridad, aunque su narrativa pública lo sugería, sino para ganar tiempo y reorganizar sus fuerzas políticas antes de enfrentar una reelección que se veía complicada.
El viernes 12 de diciembre, apenas 24 horas antes de los comicios, Brea presentó al Tribunal Electoral una solicitud formal para suspender provisionalmente el Congreso Nacional Ordinario. Su argumento, comunicado públicamente en una entrevista con Noticias 180 Minutos días antes, era que los candidatos vinculados a la familia Caicedo merecían «claridad» mientras se investigaba su situación. Pidió mantener la presunción de inocencia, recordó que los candidatos en cuestión no habían sido aprehendidos, y subrayó que contaban con fuero electoral.
Pero aquí surge el problema estructural de su posición: Brea buscaba su reelección como presidente. La suspensión temporal que proponía no era un acto desinteresado de gobernanza responsable; era una estrategia táctica para retrasar un proceso electoral en el que sus rivales, particularmente Cirilo Salas Lemos, el secretario general del partido y su competidor más directo, tenían momentos favorables.
La reacción de sus propios compañeros fue inmediata y contundente. Cirilo Salas rechazó públicamente la solicitud, calificándola de «caprichosa» y señalando que no había razones procedimentales válidas para posponer unos comicios que ya estaban calendarizados. Richard Kilborn, vicepresidente del colectivo, adoptó la misma posición. El Tribunal Electoral, presionado desde múltiples direcciones y consciente de los peligros de interferir en procesos internos de partidos, confirmó el 11 de diciembre por la tarde que la elección se realizaría tal como estaba programada.
Con esa decisión, Brea perdió su movimiento más arriesgado. Y con él, gran parte de su viabilidad política.
Cómo operaba la estructura Caicedo
Para comprender verdaderamente por qué este caso fue tan explosivo para la política panameña, necesitamos entender cómo funcionaba realmente la operación que dirigía César Caicedo. Los detalles revelados por la Fiscalía de Drogas desentrañan un sistema de sofisticación considerable, no el trabajo de aficionados, sino de operadores entrenados que conocían los mecanismos de evasión de la ley.
La red, según los investigadores, estaba compuesta por cinco ciudadanos panameños y tres colombianos. Caicedo era identificado como el cabecilla de la estructura operativa panameña, mientras que Fanor Méndez actuaba como una figura clave secundaria. El sistema operaba deliberadamente sin teléfonos celulares, utilizando únicamente reuniones presenciales para coordinar movimientos. Esta ausencia de comunicaciones digitales era inteligente: imposibilita que las autoridades realicen interceptaciones telefónicas, la forma más común en que se desarticulan estas redes.
El movimiento de drogas se realizaba mediante embarcaciones artesanales de pesca, vehículos perfectos para un país con cuerpos de agua extensos y pocos controles fronterizos eficientes, y vehículos terrestres adaptados con dobles fondos. La empresa de venta de camarones no era incidental; era funcional. Los negocios legítimos que manejan productos refrigerados y requieren transporte marítimo frecuente proporcionan cobertura perfecta para actividades ilícitas.
Los números eran escalofriantes: más de dos toneladas de cocaína incautada a lo largo de la investigación, diez vehículos operativos identificados, tres embarcaciones decomisadas en el club de yates del sector de Diablo en Ancón, cuatro armas de fuego recuperadas, más de 26 allanamientos ejecutados. Este no era tráfico de drogas accidental; era un negocio institucionalizado que generaba ingresos sosteniéndose en rutas establecidas, roles definidos, y una comprensión clara de cómo evitar la detección.
¿Y qué rol jugaba César Caicedo específicamente? La Fiscalía lo señalaba como el coordinador general de la operación, el tomador de decisiones finales, el individuo que dialogaba con los asociados colombianos para definir volúmenes, rutas y mecanismos de pago. Su infraestructura logística, las embarcaciones, los vehículos adaptados, la empresa de camarones, era el andamiaje sobre el cual descansaba toda la estructura.
Ahora imagine la siguiente pregunta: ¿Si su padre está bajo investigación por dirigir una operación criminal de esa magnitud, cuál es la integridad política de que su hijo ocupe la vicepresidencia de un partido? No se trata de culpa criminal transmitida por herencia, eso sería injusto, sino de la pregunta institucional básica: ¿puede una persona actuar como líder político creíble cuando está, en ese momento preciso, siendo investigada por vínculos familiares con una de las operaciones criminales más sofisticadas detectadas en Panamá en años?
La presunción de inocencia versus la credibilidad política
Cuando Daniel Brea sostuvo su argumento de que José César Caicedo y Eric Jiménez Caicedo merecían «presunción de inocencia», técnicamente estaba en lo correcto desde una perspectiva legal. El derecho fundamental de presunción de inocencia es precisamente eso: un derecho fundamental que no se suspende hasta que haya sentencia condenatoria. Ni Brea ni Caicedo fueron aprehendidos. Técnicamente, pueden actuar en política.
Pero aquí se abre una brecha entre lo legalmente permisible y lo políticamente prudente. La política no funciona únicamente bajo las reglas del derecho penal; funciona también bajo las reglas de la percepción pública, la confianza institucional y la legitimidad moral. Un candidato puede ser «legalmente inocente» y simultáneamente ser «políticamente problemático.»
Esto es especialmente cierto en un contexto donde la población panameña está cansada de la corrupción política. Las encuestas realizadas a finales de 2025 mostraban que el índice de desaprobación del presidente José Raúl Mulino alcanzaba casi el 70 por ciento. Los panameños protestaban contra la agenda neoliberal del gobierno, contra el intento de reapertura de la mina de Cobre Panamá, contra la Ley 462 de reforma de la seguridad social. El país estaba politizado, polarizado y desconfiado de sus instituciones.
En ese contexto, que un partido pequeño que apenas sobrevive electoralmente decidiera permitir que parientes de un presunto narcotraficante ocuparan cargos directivos era, en el mejor de los casos, una mala lectura del momento político. En el peor de los casos, era una demostración de que las estructuras políticas panameñas estaban tan debilitadas que no podían ni siquiera cumplir con estándares básicos de autolimpieza.
Lo que es notable es que, a pesar del argumento de Brea, la estructura del partido decidió diferente. Los delegados que votaron el 13 de diciembre claramente entendieron que hay diferencias entre lo legalmente correcto y lo políticamente sustentable.
Cirilo Salas, la victoria de quien estaba presente
Cirilo Salas Lemos ganó las elecciones internas del Partido Popular con 380 votos de 465 participantes. Una victoria contundente, una mayoría de más del 81 por ciento en un contexto donde había cinco candidatos compitiendo por la presidencia: el propio Salas, Daniel Brea quien buscaba reelección, Richard Kilborn Pezet vicepresidente del colectivo, Ismael Lezcano e Ignazio Santamaría.
Pero ¿quién es Cirilo Salas? Un diputado del Parlamento Centroamericano (Parlacen) elegido en 2024, un funcionario que ha estado años dentro de las estructuras del Partido Popular, y lo más importante, el secretario general del colectivo en ese momento. Salas era el organizador de facto de la estructura interna del partido, la persona que coordinaba los congresos, quien tenía acceso a las listas de delegados, quién entendía los mecanismos de movilización interna.
Su victoria no fue sorpresa. De hecho, era la opción menos disruptiva. Salas representaba continuidad dentro de la renovación, alguien que conocía las máquinas internas del partido y podía asumirlo sin necesidad de restructuraciones traumáticas. Su discurso de victoria fue, incluso, poético: «No se puede pertenecer a una organización tan noble como la democracia cristiana, hoy Partido Popular, y quererlo socavar y destruir desde adentro.» Un mensaje directo a Brea, una advertencia clara sobre cuál sería el estándar de comportamiento esperado de la nueva directiva.
Lo que sorprendió fue que José César Caicedo, el hijo del presunto narcotraficante, la persona cuya candidatura había motivado los intentos de suspensión de Brea, resultara electo como vicepresidente. Obtuvo un número sustancial de votos, lo que sugiere que los delegados del Partido Popular, habiendo considerado todas las implicaciones, decidieron que la vinculación familiar no era causa suficiente para excluirlo.
¿Por qué votaron así? Puede haber varias explicaciones. Primero, la lealtad política: Caicedo puede tener una base de apoyo dentro del partido que lo respalda independientemente de su contexto familiar. Segundo, un argumento de principios sobre la presunción de inocencia; los delegados pueden haber sentido que excluir a alguien por quién es su padre sería establecer un precedente peligroso. Tercero, una falta de preocupación; el Partido Popular es un colectivo pequeño con recursos limitados, quizás los delegados simplemente no consideraban que la nueva directiva tuviera suficiente poder para que esta conexión importara realmente.
O quizás fue más simple: Salas ganó porque presentó mejor su propuesta, movilizó mejor sus votos, y simplemente fue más competente en la política interna. Y una vez que Salas ganó, sus aliados también tendieron a ganar en las posiciones secundarias.
Los antecedentes: Cómo el Partido Popular llegó a ser lo que es
Para entender por qué un partido pequeño está haciendo estas consideraciones, necesitamos comprender su historia. El Partido Popular, denominado Partido Demócrata Cristiano hasta 2001, fue fundado en 1956, naciendo de las Primeras Jornadas de Estudios Cristianos celebradas en Las Cumbres, Ciudad de Panamá, en marzo de 1956. Fue un proyecto de intelectuales, profesionales y universitarios inspirados en la doctrina social de la Iglesia Católica y en los principios de la democracia cristiana que florecían en Europa y América Latina en ese período.
Durante las dictaduras militares (1968-1989), el Partido Popular, entonces denominado Demócrata Cristiano, se convirtió en un bastión de la oposición política. Su figura más prominente fue Ricardo Arias Calderón, un intelectual formado en Yale, la Sorbona y la École Pratique des Hautes Études, quien se convirtió en la «voz más clara de la oposición política al régimen militar.» Arias Calderón fue candidato a la primera vicepresidencia en la coalición opositora (Alianza Democrática de Oposición Civilista) que participó en las elecciones de 1989, al lado de Guillermo Endara.
Cuando la democracia retornó a Panamá en 1989 (tras la invasión estadounidense que depuso al general Manuel Noriega), Arias Calderón asumió la primera vicepresidencia del país y el Ministerio de Gobierno y Justicia. En esa posición, lideró la desmilitarización de las Fuerzas de Defensa de Panamá, el cuerpo de seguridad que había sustentado la dictadura. Fue un momento de gloria: el Partido Demócrata Cristiano era el poder, la democracia se restauraba, y la visión cristiana-demócrata de Arias Calderón parecía convocar a una mayoría de panameños.
Pero eso fue 1989. Treinta y seis años después, el partido que Arias Calderón lideraba en la gloria política se ha reducido a 21,305 afiliados, con apenas 552 delegados habilitados para votar en sus congresos internos. ¿Qué ocurrió?
Parte de la respuesta es estructural: Panamá experimentó cambios políticos profundos. El retorno a la democracia en 1989 trajo la proliferación de nuevos partidos, candidaturas independientes, y fragmentación electoral. El Partido Popular nunca fue un partido de masas; fue un partido de élite intelectual. A medida que la política se democratizaba, en el sentido de volverse más accesible a figuras populares, menos intelectuales, más orientadas al marketing político, el Partido Popular perdía relevancia.
El cambio de nombre en 2001, de Demócrata Cristiano a Popular, fue un intento de modernización, de reposicionarse como un partido más cercano a «la gente» que a «la doctrina cristiana.» Funcionó parcialmente: el partido sobrevivió, mantuvo su registro legal, continuó participando en elecciones. Pero nunca recuperó el peso que había tenido.
Hasta 2024. Cuando, de manera inesperada, el Partido Popular experimentó lo que los propios medios denominaban un «sorpresivo repunte.» Al respaldar la candidatura presidencial de Martín Torrijos, el hijo del general Omar Torrijos, el dictador que gobernó Panamá de 1968 a 1981, el Partido Popular capturó el 16 por ciento de los votos presidenciales. Torrijos terminó siendo el tercer candidato más votado, superado únicamente por Ricardo Lombana (25.6 por ciento) y José Raúl Mulino (34.2 por ciento).
Ese resultado fue notable. No porque el 16 por ciento fuera una mayoría electoral, sino porque, en términos históricos recientes del Partido Popular, fue un éxito tangible. Torrijos no ganó la presidencia, pero elevó el perfil de su partido. Y, simultáneamente, el Partido Popular logró la alcaldía de la Ciudad de Panamá con Mayer Mizrachi, un empresario tecnológico joven, modernista, y aparentemente ajeno a las viejas estructuras políticas tradicionales. Mizrachi ganó con más de 156,000 votos, posicionándose como el alcalde electo del distrito más importante del país.
Fue un momento de esperanza renovada. El Partido Popular no era un partido moribundo; era un partido que, con las alianzas correctas, podía volver a ser relevante en la política nacional. Ese espíritu de resurgimiento era lo que debería haber caracterizado las elecciones internas de diciembre de 2025.
Pero la Operación Nodriza cambió el contexto.
Inocencia legal, viabilidad política, legitimidad institucional
Lo que hace excepcional el caso del Partido Popular y la Operación Nodriza es que expone tres tensiones distintas que rara vez aparecen simultáneamente con tanta claridad.
Primera tensión: la inocencia legal versus la culpabilidad presumida. César Caicedo fue imputado de conspiración para cometer delitos relacionados con el tráfico de drogas. Pero imputación no es condena. Las autoridades judiciales le otorgaron arresto domiciliario, no detención preventiva, lo que sugiere que incluso la fiscalía no vio evidencia suficiente para demostrar más allá de la duda razonable que debería ser encarcelado preventivamente. Sus abogados defensores argumentaron que la Fiscalía «no logró vincular a su cliente con el ilícito investigado.» Existe la posibilidad genuina de que, durante el proceso judicial, Caicedo sea exonerado. Hasta ese momento, es legalmente inocente.
Segunda tensión: la viabilidad política del partido versus la integridad percibida. El Partido Popular acababa de experimentar un resurgimiento electoral. Necesitaba consolidarse, atraer nuevos miembros, fortalecer su base. Permitir que los parientes de un presunto narcotraficante ocupen posiciones de liderazgo erosiona esa consolidación. Genera dudas en los nuevos miembros, en los potenciales votantes, en los aliados políticos. Desde una perspectiva de teoría organizacional, es una decisión que debilita al partido en el corto y medio plazo.
Tercera tensión: la supervivencia institucional versus la responsabilidad moral. Un partido que excluye a sus propios miembros por vinculaciones familiares, aunque sean vinculaciones serias, establece un precedente peligroso. ¿Hasta dónde llega la responsabilidad? ¿Es suficiente que un pariente cercano sea investigado? ¿Qué ocurre si el pariente es exonerado años después? ¿Habrá revanchismo? Desde la perspectiva de quien quiere respetar los derechos de los miembros del partido, la exclusión es problemática. Pero desde la perspectiva del ciudadano que observa un partido permitiendo líderes que son familiares de narcotraficantes, la inclusión es inaceptable.
No existe una respuesta perfecta a esta tensión. Cualquier decisión que el Partido Popular tomara genera problemas. La estructura eligió permitir que José César Caicedo se convirtiera en vicepresidente, y que Eric Jiménez Caicedo compitiera, aunque su resultado final en la tercera subsecretaría requiere verificación en los datos disponibles. Con esa decisión, el partido eligió proteger los derechos individuales de sus miembros sobre la proyección de una imagen institucional «limpia.»
¿Fue la decisión correcta? Depende del marco de valores que utilicemos para evaluarla.
La pregunta final que define el futuro
En última instancia, lo que ocurrió el 13 de diciembre de 2025 en el Congreso Nacional Ordinario del Partido Popular fue una elección interna que resultó en el triunfo de Cirilo Salas y la confirmación de José César Caicedo como vicepresidente. Los números fueron claros: Salas ganó con el 81 por ciento de los votos, una mayoría contundente. José César Caicedo fue electo vicepresidente, y aunque su margen de victoria no está completamente documentado en las fuentes disponibles, fue evidentemente sustancial.
Pero debajo de esos números está una pregunta más profunda que el Partido Popular, y de hecho, toda la política panameña, debe confrontar: En una democracia donde la presunción de inocencia es un derecho fundamental, pero donde la corrupción es endémica y la confianza institucional es baja, ¿cómo navegan los partidos políticos la tensión entre la protección de los derechos individuales y la preservación de la legitimidad institucional?
El Partido Popular optó por una respuesta: permitir que José César Caicedo sea vicepresidente, independientemente de quién sea su padre. Es una respuesta que respeta la presunción de inocencia. Pero también es una respuesta que será problemática si, en algún momento del futuro cercano, César Caicedo es condenado. En ese escenario, una pregunta incómoda emergerá: ¿El Partido Popular permitió que los parientes de un narcotraficante condenado lideraran al partido? Y esa pregunta será difícil de responder satisfactoriamente.
Alternativamente, si César Caicedo es exonerado, si el sistema judicial determina que las acusaciones carecen de mérito, entonces el Partido Popular será visto como haber actuado correctamente al respetar la presunción de inocencia. Pero hasta ese momento, existe ambigüedad. Y la ambigüedad en política es peligrosa.
Lo que es seguro es que el Partido Popular ha entrado a una fase de su historia donde su viabilidad como actor político creíble dependerá no solo de su capacidad de generar votos y alianzas, sino de su capacidad de mantener la confianza de una ciudadanía que observa atentamente si las instituciones políticas pueden autolimpiarse cuando la criminalidad las infiltra.
Esa es la pregunta real. No si José César Caicedo fue un buen candidato a vicepresidente. Sino si un partido político puede ser una institución democrática confiable cuando permite que esa pregunta sea ambigua.
Lo que debes recordar
- El Partido Popular realizó sus elecciones internas en el contexto de una operación contra el narcotráfico que involucra al padre de uno de sus candidatos vicepresidenciales, exponiendo la tensión entre presunción de inocencia y viabilidad política.
- La Operación Nodriza desmanteló una red de tráfico de drogas dirigida por César Caicedo que había operado durante dos años (2023-2025) moviendo más de dos toneladas de cocaína mediante embarcaciones artesanales y vehículos adaptados.
- Daniel Brea intentó suspender las elecciones argumentando «claridad» sobre los candidatos vinculados a la familia Caicedo, pero fue rechazado por sus propios compañeros dentro del partido, revelando conflictos de liderazgo no resueltos desde 2020.
- Cirilo Salas ganó las elecciones presidenciales internas con el 81 por ciento de los votos, estableciéndose como la nueva dirección del partido, mientras que José César Caicedo fue electo vicepresidente a pesar de su vinculación familiar con la investigación de narcotráfico.
- El Partido Popular enfrenta una pregunta institucional fundamental: cómo mantener credibilidad cuando permite que familiares de presuntos narcotraficantes ocupen posiciones de liderazgo, en un contexto donde la ciudadanía panameña ya cuestiona la integridad de sus estructuras políticas.
- La supervivencia política del Partido Popular en los próximos años dependerá del resultado de los procesos judiciales contra César Caicedo y de su capacidad de mantener la confianza de una ciudadanía escéptica sobre si la política panameña puede autolimpiarse.
