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Análisis: Protesta masiva en Brasil por reducción de condena a Bolsonaro

Dic 15, 2025
Jair Bolsonaro - Brasil
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  • Brasil y el juego del poder judicial
  • El crimen que condenó a Bolsonaro
  • Cómo funciona la mentira legal
  • El cronograma de la vergüenza
  • La batalla entre poderes
  • Por qué la gente sale a las calles
  • Cómo se vende la impunidad como mesura
  • La guerra contra las instituciones democráticas
  • Reflexión para el lector
  • El precio de la resignación
  • Lo que debes recordar

Brasil y el juego del poder judicial

La noticia llegó como un acto de prestidigitación política. A las dos de la madrugada del miércoles diez de diciembre de dos mil veinticinco, la Cámara de Diputados de Brasil aprobó un proyecto de ley que reduce drásticamente la sentencia de Jair Bolsonaro: de veintisiete años a poco más de dos años de prisión en régimen cerrado. Doscientos noventa y un diputados votaron a favor, ciento cuarenta y ocho en contra, una abstención. La votación ocurrió cuando la mayoría de los brasileños dormía, cuando los periodistas no estaban atentos, cuando la opinión pública no podía reaccionar en tiempo real. Pero la democracia no duerme, y el domingo siguiente, miles de brasileños descendieron a las calles en más de una docena de ciudades gritando una consigna: «Sin amnistía».

¿Cómo es posible que una sentencia de veintisiete años se transforme en dos años mediante una votación nocturna? La respuesta revela algo profundo sobre lo que ocurre cuando los poderes del Estado dejan de funcionar como contrapesos y comienzan a funcionar como aliados en la negociación de impunidad.

El crimen que condenó a Bolsonaro

Antes de entender la rebaja, necesitamos entender por qué Bolsonaro recibió esa condena. El nueve de septiembre de dos mil veinticinco, el Tribunal Supremo Federal de Brasil condenó al expresidente por cinco delitos graves: intento de golpe de Estado, intento de abolición violenta del Estado democrático de derecho, organización criminal, y otros que incluyeron los intentos de asesinato de autoridades electas.

Los hechos no son discutibles. El complot comenzó a planificarse desde junio de dos mil veintiuno, más de un año antes de las elecciones generales donde Lula derrotó a Bolsonaro con cincuenta punto noventa por ciento de los votos. Pero este no fue un simple rechazo a perder una elección. Fue un plan estructurado, documentado, con etapas claramente definidas.

El plan se llamaba «Puñal Verde Amarillo». Sus objetivos eran explícitos: asesinato. Concretamente, el asesinato de Luiz Inácio Lula da Silva, presidente electo; Geraldo Alckmin, vicepresidente electo; y Alexandre de Moraes, juez del Tribunal Supremo que se atrevió a investigar a Bolsonaro. El plan especificaba armas, desde pistolas hasta lanzagranadas. Contemplaba incluso la posibilidad de envenenar. Los miembros de la unidad especial de las Fuerzas Armadas conocidos como «Niños Negros» serían los ejecutores. Dinero recaudado por Mauro Cid, quien fue parte de esa elite militar, financiaría la operación.

Bolsonaro no solo conocía este plan. Lo aprobó. Editó personalmente las versiones finales de un decreto golpista destinado a mantenerlo en el poder. Se reunió con los comandantes de las tres ramas de las Fuerzas Armadas para evaluar la posibilidad de un golpe. La trama incluía un borrador constitucional redactado por sus asesores, específicamente por Filipe Martins, asesor para asuntos internacionales, que preveía la detención masiva de opositores políticos.

Cuando Lula asumió el cargo el primero de enero de dos mil veintitrés, una semana después sus seguidores cumplieron la parte visible del plan. El ocho de enero, miles de activistas de extrema derecha asaltaron simultáneamente el Congreso Nacional, el Palacio de Planalto y la Corte Suprema. Fueron más de cinco horas de caos mientras las fuerzas de seguridad despejaban los edificios. Más de mil cuatrocientas personas fueron acusadas de participar. Pero todos entendían quién estaba detrás.

El juez relator, Alexandre de Moraes, consideró como factor agravante que Bolsonaro lideraba una organización criminal. La jueza Carmen Lúcia Antunes Rocha votó por cuatro delitos contra Bolsonaro. Su voto fue decisivo. En su resolución escribió que las pruebas mostraban «un grupo compuesto por figuras clave del Gobierno y liderado por Jair Bolsonaro que llevó a cabo un plan progresivo de ataque a las instituciones democráticas con objetivo de perjudicar la alternancia de poder y minar a los demás poderes, en especial el poder judicial».

Veintisiete años. Tres meses. Esa fue la condena. Desde finales de noviembre, Bolsonaro purga esta pena en la sede de la Policía Federal en Brasilia, en una celda con aire acondicionado, frigorífico y televisión. Previamente había estado en arresto domiciliario, pero fue trasladado a la cárcel porque intentó quemar con un soldador la tobillera electrónica que monitoreaba su ubicación. Incluso en prisión, intentaba destruir las pruebas de su vigilancia.

Cómo funciona la mentira legal

Ahora entra en escena la maniobra legislativa. El proyecto aprobado por la mayoría conservadora no se llama amnistía. Eso sería demasiado honesto, demasiado directo. Se llama «reducción de dosimetría», un término técnico que suena a mera cuestión procesal, a un ajuste administrativo. En realidad, es ingeniería legal al servicio de la impunidad.

La dosimetría en el sistema penal brasileño es el proceso mediante el cual los jueces establecen la duración de una condena dentro de los límites establecidos por la ley. El proyecto aprobado hace dos cosas devastadoras para la justicia.

Primero, desacumula las sentencias. Bolsonaro fue condenado por dos delitos que se solapan: golpe de Estado, que contempla hasta doce años de prisión, e intento violento de abolición del Estado democrático de derecho, que contempla hasta veinte años. La ley anterior acumulaba estas penas. El nuevo proyecto argumenta que como los delitos son «similares», no pueden acumularse. Solo se aplica la pena más grave, la del golpe de Estado. Instantáneamente, desaparece ocho años de la condena.

Segundo, lo que es más perverso, acelera la progresión de régimen. Bajo la ley actual, un condenado debe cumplir tres cuartas partes de su sentencia en régimen cerrado antes de acceder a libertad condicional. El nuevo proyecto reduce esto a una sexta parte. Para Bolsonaro, esto significa que en lugar de cumplir veinte años en prisión cerrada, cumplirá dos años, y luego podría ser liberado bajo supervisión.

Hay más. El proyecto también introduce una reducción adicional para delitos cometidos «como parte de una multitud». Esto es especialmente ofensivo cuando se considera que más de mil cuatrocientas personas fueron procesadas por el asalto del ocho de enero. El proyecto los beneficia a todos. No es justicia, es borrón y cuenta nueva para un movimiento golpista entero.

Paulinho da Força, el legislador centrista que impulsa la iniciativa, declaró que busca «pacificar a Brasil». Pero la paz no se construye borrando crímenes de lesa humanidad del registro judicial. Se construye juzgando y castigando. La paz que emerge de la impunidad no es paz, es resignación forzada de las víctimas.

El cronograma de la vergüenza

Nada en política ocurre por casualidad. Entender cuándo ocurrió el proyecto de ley es entender por qué ocurrió. El proyecto fue aprobado el diez de diciembre, apenas días después de un anuncio que sacudió la política brasileña.

El cinco de diciembre, Flávio Bolsonaro, hijo mayor del expresidente y senador por Río de Janeiro, confirmó que su padre lo había designado como su sucesor político para las elecciones presidenciales de dos mil veintiséis. El partido de Bolsonaro, el Partido Liberal, determinaría su candidatura. Una semana después de ese anuncio, el proyecto de reducción de penas estaba siendo votado a las dos de la madrugada.

Flávio Bolsonaro es un político más moderado que su padre, mejor articulador, más propenso a hacer alianzas. Pero su designación como heredero político tiene una implicación clara: la familia Bolsonaro no abandona el poder, solo lo reorganiza. Y como parte de esa reorganización, Flávio ha declarado públicamente que está dispuesto a retirar su candidatura presidencial a cambio de una amnistía para su padre.

El proyecto no es amnistía, pero funciona como tal. Es amnistía disfrazada de técnica jurídica. Es perdón colectivo presentado como ajuste procesal. Después de dos años, Bolsonaro estaría en libertad condicional, podría participar en política nuevamente, podría apoyar públicamente a su hijo. La sucesión política de la extrema derecha brasileña depende de la impunidad de su líder.

La batalla entre poderes

Aquí ocurre algo fundamental sobre la erosión democrática. Brasil tiene un Tribunal Supremo Federal que recientemente condenó a Bolsonaro con argumentos sólidos, sentencias bien fundamentadas, votación clara: cuatro a uno. Ese tribunal acaba de resolver que ciertas tesis sobre temporalidad de derechos indígenas eran inconstitucionales. El poder judicial se ha movido, ha actuado, ha juzgado.

Pero el poder legislativo, controlado por una mayoría conservadora, ha decidido simplemente ignorar esas resoluciones. No mediante un debate abierto, sino mediante votaciones nocturnas, mediante técnicas procedimentales, mediante lo que los brasileños comenzaron a llamar «anistia camuflada».

Lula, que ostenta el poder ejecutivo, se encuentra en una posición incómoda. Ha declarado públicamente que Bolsonaro «tiene que pagar por el intento de golpe, por el intento de destruir la democracia». Recordó que el plan incluía su propio asesinato, el de Alckmin, el del juez Moraes. «Fue muy grave, no fue un juego», afirmó. Pero cuando el proyecto llegue a su escritorio para firma presidencial, después de pasar por el Senado, Lula tendrá que decidir: ¿vetarlo y enfrentar un Congreso que podría derribar el veto, o permitir que se convierta en ley?

La respuesta es que Lula está atrapado. El Congreso tiene mayoría para derribar cualquier veto presidencial. No necesita la aprobación del presidente para convertir esta ley en realidad. Por lo tanto, aunque Lula vete, el proyecto será aprobado de todas formas. El ejecutivo se vuelve irrelevante.

Esto es el colapso de los contrapesos institucionales. Cuando el Legislativo puede hacer lo que quiera, cuando puede ignorar los fallos del Judicial, cuando el Ejecutivo es un espectador impotente, la democracia se convierte en un mero espectáculo. Las instituciones que supuestamente protegen a la democracia se convierten en herramientas para destruirla.

Por qué la gente sale a las calles

El domingo catorce de diciembre, cuando cientos de miles de brasileños descendieron a las calles, no fue por casualidad. Fue porque entendieron algo que muchos líderes políticos parecen haber olvidado: la justicia no es negociable.

En Copacabana, Rio de Janeiro, la avenida que bordea la playa se llenó de personas. Caetano Veloso, el mayor musicista en la historia del país, el hombre que estuvo en el exilio bajo la dictadura militar, convocó a lo que llamó «Ato Musical II: O Retorno». Junto a él estaban Gilberto Gil, Chico Buarque, Paulinho da Viola, Djavan. Estos no son musicistas ordinarios. Son símbolos vivos de la resistencia contra la represión, hombres que cantaron clandestinamente durante la dictadura, que fueron exiliados, que mantuvieron viva la llama de la libertad cuando parecía extinguida.

Gil dijo una frase que resume todo: «La democracia precisa ser cuidada todos los días». No es suficiente votar una vez. No es suficiente condenar una vez. La democracia es una construcción permanente, un acto de vigilancia permanente, una batalla cotidiana contra quienes quieren convertirla en un instrumento de poder.

En la Avenida Paulista de São Paulo, otra multitud se concentró alrededor de un muñeco gigante de Bolsonaro. Vendedores ofrecían camisetas con una tobillera electrónica y la leyenda: «Amnistía y una mierda». En Brasilia, cerca del Museo Nacional, una marea de gente marchó al Congreso con pancartas: «Sin amnistía. Congreso, enemigo del pueblo».

Thaís Nogueira, profesora de cuarenta y cinco años vestida toda de rojo, el color del Partido de los Trabajadores, dijo algo que resume la estrategia de las protestas: «Ellos legislan de espaldas a la población. Así que al ver estas protestas, deben decir: ‘¡Uy! Tenemos que tener un poco de cuidado'». No es un llamado a la violencia. Es un llamado a la visibilidad. Dice: ustedes nos ven. Ustedes saben que sabemos lo que están haciendo.

Viviane Anjos, agrónoma de cuarenta años, fue más directo: «¡No podemos sacarlo! Si Bolsonaro sale de prisión en dos años, acabamos con el proceso legal en el país, destruimos la Constitución». Entiende que esto no es solo sobre una persona. Es sobre la arquitectura legal del país.

Cómo se vende la impunidad como mesura

Hay un lenguaje específico utilizado por quienes impulsan la reducción de penas. Hablan de «pacificación». Hablan de «seguridad jurídica». Hablan de no querer «anular» las condenas, solo «reajustar» las penas. Es el lenguaje de quienes buscan hacer lo inaceptable aceptable.

Paulinho da Força dijo que estaba trabajando «para que podamos pacificar a Brasil y para que podamos discutir sobre las elecciones del próximo año y examinar los proyectos que son importantes para el país». Esto es una mentira elegante. La pacificación no viene de permitir que los golpistas salgan impunes. Viene de juzgarlos, de condenalos, de demostrar que en un estado de derecho nadie está por encima de la ley.

El Partido de los Trabajadores y sus aliados de izquierda entienden esto. Edinho Silva, presidente del PT, dijo en un video en Instagram convocando las protestas: «Reducir las penas a asesinos es inaceptable. Vamos a las calles, vamos a los actos para proteger lo que es esencial para la democracia». No pidió violencia. Pidió visibilidad. Pidió que la gente vea y escuche que no todos aceptan esta negociación.

Lo que está en juego es algo fundamental: la idea de que la ley aplica a todos por igual, o si aplica solo a los débiles mientras los poderosos negocian sus penas en pasillos parlamentarios a las dos de la madrugada.

La guerra contra las instituciones democráticas

Las protestas del domingo también gritaban contra otra cosa: la aprobación por el Senado de lo que se conoce como «Marco Temporal». Esta es una enmienda constitucional que limita los derechos de los pueblos indígenas a reclamar tierras ancestrales solo si las ocupaban en octubre de mil novecientos ochenta y ocho, cuando se promulgó la Constitución actual.

La enmienda fue aprobada el nueve de diciembre, un día antes de la reducción de penas para Bolsonaro. No es coincidencia. Es parte de una estrategia coordinada de la extrema derecha para desmantelar la protección de derechos en Brasil.

El Tribunal Supremo ya había declarado en dos mil veintitrés que esta tesis del marco temporal era inconstitucional. La Corte estableció que la Constitución no fijaba límites temporales para la demarcación de tierras indígenas. Pero el Congreso, controlado por la agroindustria y sus representantes, decidió simplemente ignorar esa resolución y aprobar una enmienda constitucional que revierte lo que el tribunal había decidido.

Esto no es independencia de poderes. Es una rama del gobierno derrotando sistemáticamente a otra. Y sus víctimas no son solo Bolsonaro o los golpistas. Son los pueblos originarios de Brasil, cuyas tierras ancestrales están siendo redefínidas por decreto legislativo.

Los manifestantes que salieron a las calles el domingo entendían esto. No era solo sobre una persona llamada Bolsonaro. Era sobre el colapso sistemático de las instituciones que supuestamente protegen los derechos de todos.

Reflexión para el lector

Aquí es donde la honestidad exige que el lector se examine a sí mismo. ¿Cómo es posible que votaciones legislativas de esta magnitud ocurran a las dos de la madrugada sin que la mayoría de la población lo sepa hasta que es demasiado tarde?

Respuesta: porque la mayoría de nosotros no está pagando atención. Estamos ocupados con nuestras vidas, nuestras redes sociales, nuestras preocupaciones inmediatas. Delegamos la vigilancia democrática a otros, y cuando esos «otros» no vigilan adecuadamente, o peor, se alían con quienes buscan erosionar la democracia, el sistema colapsa.

Hay un mecanismo psicológico muy específico en juego aquí: la normalización de lo inaceptable. Primero ocurre un acto que parece imposible, un golpe de estado planeado abiertamente. Luego, cuando finalmente ocurre, parece casi rutinario. Después, cuando se negocia la pena de quienes lo perpetraron, parece un asunto técnico, una simple cuestión de procedimiento. Pero cada paso normaliza el siguiente.

¿Cuántas veces has aceptado como «normal» algo que hace cinco años hubieras considerado revolucionario? ¿Cuántas veces has visto un titular sobre golpismo o corrupción en el Congreso y has pasado a la siguiente noticia sin realmente procesar lo que leías?

La democracia no es un sistema automático. No funciona solo por existir. Requiere vigilancia constante, indignación permanente, y la voluntad de salir a las calles cuando lo que ocurre en los pasillos del poder es inaceptable.

El precio de la resignación

El mensaje central de todo esto es simple: una sentencia de veintisiete años no se reduce a dos años mediante procedimiento legal justo. Se reduce mediante un acuerdo político donde quienes tienen el poder en el Legislativo negocian con quienes lo tenían en el Ejecutivo anterior. La población, que es quien supuestamente es soberana en una democracia, es ignorada.

Cuando permitimos que esto ocurra, cuando aceptamos que es «apenas política», cuando nos resignamos diciendo «así funciona el sistema», no estamos siendo realistas. Estamos siendo cómplices. Estamos aceptando la premisa de que la ley es negociable, que la justicia es un bien que se comercia, que los criminales pueden hacer un trato si tienen suficientes aliados en el Congreso.

Brasil está frente a un punto de quiebre. El Senado votará la próxima semana. Si aprueba el proyecto, la ley irá a manos de Lula, quien ha dicho que considerará vetarla. Pero un veto será inútil. El Congreso tiene la capacidad de derribarlo. Entonces la ley será aprobada de todas formas.

En ese momento, uno de dos cosas ocurrirá. O la sociedad brasileña se moviliza masivamente, no en una sola marcha, sino en una presión sostenida, en boicots, en desobediencia civil, en rechazo sistemático a la legitimidad de un poder legislativo que ha decidido ignorar el poder judicial y negociar impunidad con criminales de lesa humanidad. O la democracia brasileña entra en una nueva fase, donde la ley no protege a nadie que no tenga poder político suficiente para negociar su libertad.

Lo que debes recordar

  1. Bolsonaro fue condenado a veintisiete años por planificar un golpe de estado que incluía planes para asesinar al presidente electo, al vicepresidente electo, y a un juez de la Corte Suprema. Estos no son cargos menores. No son cuestiones técnicas. Son crímenes de lesa humanidad.
  2. El proyecto de «reducción de dosimetría» no es un ajuste legal justo. Es amnistía disfrazada, ingeniería jurídica diseñada específicamente para permitir que un criminal salga libre después de cumplir menos del diez por ciento de su sentencia. Llámalo por su nombre verdadero.
  3. Las votaciones parlamentarias a las dos de la madrugada, sin debate público, sin cobertura mediática inmediata, son un signo de que algo ilícito está ocurriendo. La democracia no necesita oscuridad para funcionar. La impunidad sí.
  4. Cuando el poder legislativo puede ignorar las resoluciones del poder judicial y el ejecutivo es impotente para detenerlo, los contrapesos institucionales han colapsado. Estás viviendo en el colapso de un sistema democrático, no en su funcionamiento normal.
  5. La democracia no es un espectador pasivo en tu vida. No existe simplemente porque te permitas existir. Requiere tu participación, tu vigilancia, tu disposición a salir a las calles cuando los que gobiernan olvidan para quién gobiernan.
  6. La «pacificación» no viene de permitir que los criminales se vayan libres. Viene de demostrar que nadie está por encima de la ley, que la justicia es imparcial, que los derechos tienen un significado que va más allá de las negociaciones políticas nocturnas.
  7. La elección presidencial de dos mil veintiséis no es solo sobre quién será presidente. Es sobre si Brasil tendrá un sistema de justicia, o solo un sistema de poder disfrazado de justicia.

Tags: Jair Bolsonaro
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