¿Y si el verdadero fraude no está en las urnas, sino en lo que toleramos?
Un país despierta con resaca tras cada elección. La decepción se recicla en memes, el hastío se sirve en conversaciones de café, y la frase reaparece, afilada como juicio moral: “Cada país tiene el líder que merece.” ¿Pero es esta sentencia una brújula ética o una coartada elegante para abdicar del compromiso ciudadano? Quizás más que un veredicto, esta frase sea un retrato: una sociedad que vota sin recordar, que exige sin participar, que delega su futuro a quien más grita o más promete. ¿Merecemos a nuestros líderes o simplemente somos incapaces de elegir mejores? Este artículo no busca confort, sino confrontación. Porque la democracia no muere en golpes de Estado, sino en el bostezo cívico de las mayorías.
¿De dónde proviene esta frase y qué implicaciones filosóficas encierra?
La frase “Cada país tiene el líder que merece” se le atribuye, con variaciones, a pensadores como Joseph de Maistre o Alexis de Tocqueville. Ambos observaron que el orden político suele emanar del estado moral y cultural de la sociedad que lo sostiene. Esta idea parte del supuesto de que el poder no es una anomalía sino un reflejo. De Maistre, un reaccionario tras la Revolución Francesa, decía que “toda nación tiene el gobierno que se merece”, advirtiendo que el despotismo era el eco de una sociedad corrupta. En cambio, Tocqueville, más atento a las dinámicas democráticas, veía en la mediocridad de los líderes una consecuencia de la voluntad general mal informada o empobrecida. La frase, entonces, no es fatalista: es diagnóstica. Denuncia la raíz cultural de la política y señala que el poder no se impone: se permite, se tolera, incluso se desea.
¿Es justo decir que merecemos a nuestros líderes?
No siempre. La palabra “merecer” implica justicia distributiva, y la política rara vez obedece ese criterio. En sociedades capturadas por élites, medios manipulados o clientelas dependientes, los ciudadanos pueden no tener acceso a opciones verdaderamente libres. Sin embargo, incluso bajo esas condiciones, existe una zona gris de responsabilidad: la indiferencia, la pasividad, el miedo o la conveniencia. Hannah Arendt lo advirtió tras el ascenso del nazismo: el mal no siempre es radical; muchas veces es banal, aceptado sin reflexión. Decir que “merecemos” a nuestros líderes puede ser cruel con los más vulnerables, pero también puede servir de espejo para quienes han renunciado a su agencia política. No se trata de culpar a las víctimas, sino de no excusar a los testigos.
¿Cómo se relaciona esta idea con el funcionamiento real de las democracias?
Las democracias modernas operan bajo el principio de representación: los ciudadanos eligen, los gobernantes ejecutan. Pero ese vínculo se ha erosionado. Hoy, más que representantes, tenemos intérpretes del algoritmo, hábiles en pulsar las emociones del electorado antes que en proponer visiones de futuro. Byung-Chul Han señala que el sujeto contemporáneo se ha transformado en consumidor de sí mismo: narcisista, aislado, sin deseo de proyecto colectivo. En ese vacío, la democracia degenerativa encuentra terreno fértil. Las elecciones no miden convicciones, sino reacciones. La democracia, sin ciudadanía deliberativa, degenera en espectáculo plebiscitario donde se elige a quien mejor explota el resentimiento o la esperanza instantánea.
¿Qué rol juega la educación cívica en la selección de nuestros dirigentes?
Paulo Freire lo dijo sin rodeos: “La educación no cambia el mundo. Cambia a las personas que van a cambiar el mundo.” Y sin educación cívica, lo que se reproduce es servidumbre disfrazada de libertad. En muchos países, la formación ciudadana ha sido relegada a panfletos inertes o a clases vacías de contenido ético. Se aprende a votar, pero no a deliberar. Se enseña la historia oficial, pero no la crítica de poder. En ausencia de esta base, el ciudadano se transforma en un rehén fácil de la retórica populista. En Panamá, por ejemplo, la ausencia de una cultura democrática sostenida ha permitido la repetición de figuras políticas recicladas, en ciclos de olvido y desencanto. La democracia necesita algo más que urnas: necesita pensamiento.
¿Qué tanto influyen los medios en moldear lo que “merecemos”?
Los medios ya no solo informan: forman. Y en la era digital, deforman. La mercantilización de la atención ha convertido a los electores en audiencias, y a los candidatos en marcas. Jorge Ramos lo ha dicho: “El silencio es complicidad.” Y hoy los medios muchas veces callan lo esencial o lo diluyen en entretenimiento. En democracias mediáticas, los criterios de elegibilidad no son la integridad o la visión, sino la viralidad. El resultado es una clase política entrenada en el espectáculo, no en el servicio. Si el poder es un espejo, los medios son los maquilladores. Y los ciudadanos, sin alfabetización mediática, se dejan seducir por el relato más seductor, no por el más honesto.
¿Por qué los votantes a menudo eligen en contra de sus propios intereses?
La paradoja del voto irracional ha sido estudiada por economistas conductuales y filósofos. En teoría, el votante debería actuar en función de su bienestar. En la práctica, elige por identidad, por miedo o por nostalgia. El voto se convierte en un acto emocional, no racional. Simone Weil, en sus escritos sobre opresión y libertad, sugería que las masas a menudo se aferran al poder que las oprime porque no imaginan otra posibilidad. El sistema premia la lealtad al símbolo, no al resultado. Y los políticos lo saben: no necesitan mejorar la vida de sus votantes, solo reforzar sus miedos o promesas simbólicas. Votar en contra de uno mismo se vuelve así un reflejo condicionado por años de abandono, desinformación o lealtades tribales.
¿Cómo operan la indiferencia, el clientelismo y el cinismo como castigos autoimpuestos?
La indiferencia no es neutralidad: es complicidad silenciosa. El clientelismo no es pragmatismo: es la renuncia al derecho por el favor. Y el cinismo no es lucidez: es desesperanza disfrazada de inteligencia. Estas actitudes construyen una ciudadanía derrotada antes de votar. En muchos países, el clientelismo no solo se acepta: se celebra como astucia. El cinismo se comparte como chiste en redes, y la indiferencia se justifica por la decepción acumulada. Pero juntas, estas prácticas sostienen a las élites más mediocres. En palabras de Rousseau: “El pueblo inglés cree ser libre, pero solo lo es durante la elección de los miembros del Parlamento.” El castigo no es solo vivir bajo malos gobiernos: es olvidarse de merecer algo mejor.
¿Puede la ciudadanía romper este ciclo?
Sí, pero no espontáneamente. Se requiere una acción deliberada, constante, organizada. La transformación comienza con pequeños actos: exigir rendición de cuentas, participar en espacios de deliberación, formar redes de vigilancia ciudadana, revalorizar la verdad sobre la propaganda. Como escribió Arendt, “la libertad política no es un don, es un logro.” En América Latina, movimientos cívicos como el de Guatemala en 2015, o el de Chile por la nueva constitución, mostraron que los pueblos pueden rebelarse contra sus propios reflejos. El cambio no se da solo en las cúpulas: se gesta en los barrios, en las aulas, en las conversaciones incómodas.
¿Qué países han logrado superar este reflejo? ¿Qué los diferencia?
No existen utopías políticas, pero sí ejemplos alentadores. Uruguay, con su tradición institucional sólida y un sistema educativo robusto, ha cultivado una ciudadanía crítica y participativa. Finlandia, con altos índices de transparencia y medios públicos independientes, ha demostrado que la confianza cívica se construye con políticas públicas sostenidas. Lo que los diferencia no es una genética política superior, sino una cultura de responsabilidad colectiva, donde el poder es vigilado, el discurso es evaluado, y la memoria es ejercida como defensa. No son países perfectos, pero han roto el ciclo de cinismo resignado.
¿Víctimas o cómplices?
El líder que gobierna no aparece por azar ni por decreto divino. Surge del tejido social, de sus valores, de sus miedos, de sus concesiones. Preguntar si merecemos a nuestros gobernantes es, en el fondo, preguntar si estamos dispuestos a merecer algo mejor. Porque el poder no se implanta: se refleja. Y cuando el reflejo duele, quizás sea hora de mirar más profundamente, no al líder, sino al ciudadano que lo permitió. La democracia no se hereda: se construye o se pierde. Y ningún país tiene el líder que merece sin tener antes la ciudadanía que se permitió ser gobernada así.