RECONOCER EL PAÍS
No es concebible el reconocimiento a una persona, sin pensar en un colectivo.
Hasta el artista que se recluye en una buhardilla romántica durante días, y finalmente exhibe una obra maestra, debe saber en su humilde corazón que el logro es producto de múltiples inspiraciones y enfoques anteriores. Así, el reconocimiento alcanza una cúspide hermosamente humana que enarbola la gratitud como bandera de modestia y madura placidez.
Por eso, este reconocimiento que hace el Consejo Nacional de Rectores no se le hace a este sencillo pariteño, ni a mis colegas, ni al Tribunal Electoral y a sus más de dos mil setecientos colaboradores; este es un reconocimiento a un colectivo mayor llamado pueblo panameño, que fue capaz de levantarse de aterradores tropiezos inmerecidos si entendemos que, paradójicamente, a quienes suelen reconocérsele logros somos, de muchas maneras, responsables de esos tropiezos. Tras un tenebroso quinquenio, edificado en rufianescas estrategias, el país anhela volver a las placideces de la solidaridad humana, para reponerse de la expoliación de casi todas las instituciones y en particular las que precisamente tenían como fin la solidaridad con los más necesitados.
Afortunadamente, la justicia -que muchas veces es una ventisca implacable sobre los justos en vez de un solaz social- suele traer sus antídotos en las tropelías de los propios verdugos. A esa esperanza debe referirse la Justicia que se considera Divina, las más de las veces de incomprensibles orígenes, pero que al final devuelve en un santiamén aún más justo la felicidad, como la mayor ganancia del bien común.
El reconocimiento -como sustantivo singular y masculino- es contradictorio porque, igual que significa distinguir a una persona entre las demás por sus características, supone un examen cuidadoso y detenido de algo. Entendido así, este discurso tiene que aprovechar esta segunda acepción para aplicarla sobre nuestra realidad nacional actual, por lo menos la que se reconoce en la esfera ética y que tiene la responsabilidad de exigir la rendición de cuentas, la denuncia de las complicidades de la justicia si las hubiera, y el propósito de que el castigo y la enmienda sean enérgicos, ejemplares e imborrables.
Curiosamente, por esos giros de nuestro idioma, reconocimiento también es la admisión de la certeza ajena… o del propio error; nada más significativo para un desenlace que los panameños esperamos, y que debe concluir en un arrepentimiento de quienes nos han trastocado la cotidianidad social.
En este reconocimiento que hoy ofrecen los rectores académicos y que me enternece por saber que ante las circunstancias tuve la oportunidad de exhibir mis humildes virtudes, cabría recordar la historia de la institucionalidad que hoy presido, porque de todos es conocida, admitida y empuñada como digna honra, la conducta inclaudicable y ejemplar del Tribunal Electoral durante los últimos cinco lustros. Mis colegas actuales y los que nos precedieron, mis compañeros colaboradores en las faenas éticas, los delgados electorales y los ciudadanos constituimos la casa más digna de la nación panameña. No es necesario entonces un recuento pormenorizado, si el todo representa más que la suma de sus partes, según propios y extraños.
Reconozcamos que lo que nos está sucediendo en pleno ejercicio democrático, tiene orígenes muy remotos, y no solamente nacionales. La humanidad enfrenta en toda la geografía planetaria situaciones dolorosas que fueron advertidas y eran previsibles. Pensadores de las más diversas latitudes fueron desmenuzando la historia y adelantando pronósticos políticos, sociales y económicos aterradores, mientras la dirigencia mundial se dedicaba a expoliar la Tierra y a crear un ápice enriquecido y ensoberbecido en la persecución absurda de riquezas materiales, dando rienda suelta a la ignominiosa avaricia.
Lo que hemos visto en deshonras, latrocinio y desmanes administrativos el quinquenio pasado puede parecernos alucinante, pero es otro signo más que nos advierte sobre los peligros del neoliberalismo y la ambición de tenencias materiales. Cuando no basta el poder político ni el económico, se manifiesta en su acepción más dolorosa, la calaña del pillaje de quienes han venido a tener, y no a ser.
Mientras la atención se concentra en el placer de los bolsillos, la sociedad humana se ha ido descomponiendo a extremos inimaginables. Hoy la honra parece un imaginario absurdo, el honor una antigüedad desechable, cuando sabemos que sin ellos no es posible la convivencia, no es posible la democracia, entendida como la manera más inteligente y perspicaz de entendernos unos con los otros.
Mientras desandábamos los senderos amables de la integridad, la especie caminó incauta hacia el desamparo, guiada por falsos caudillos que aprovecharon todas las debilidades del congénere para engatusarlo, en lugar de trabajar en su redención. Siglo tras siglo, la humanidad se ha autoflagelado en beneficio de satrapías implacables e insaciables, que al final terminaron, sin otro distingo que su rasgo vergonzoso, en el oprobioso sepulcro del olvido justiciero y el desprecio de los pueblos.
Desafortunadamente han sido más influyentes la vanidad, los pecados capitales y la ausencia de virtudes, que la moderación, la templanza, la misericordia y el amor al prójimo. Y aunque no estamos pagando esas erráticas conductas solo en Panamá, es urgente admitir que ese mal de muchos no es solamente consuelo de tontos, sino la más clara advertencia de que los correctivos no deben empezar por los otros, sino por nosotros mismos.
No seremos tan ingenuos de pensar que del propio sistema saldrán las conductas disciplinarias. Si así pensamos, nada hemos aprendido. El sistema fue concebido originalmente con estricto apego a la honra, pero ha sucumbido porque por sus intersticios se cuelan los egoísmos, la egolatría, la ambición, la codicia y el infortunio mayor: la ambición de poder. Y parece que no hay materia capaz de sellar esas fisuras, lo que nos lleva a pensar que los sistemas, siendo un conjunto de reglas estructuradas entre sí, traen su propia condena: la obstinación.
Homo homini lupus, decía Thomas Hobbes: el hombre es el lobo del hombre… nosotros nuestros propios lobos. Pero hasta en nuestra propia naturaleza lobina existe, sin lugar a dudas, el sentido gregario. Recuperémoslo.
Demos en Panamá un ejemplo, ahora que el planeta no tiene fronteras y que el verdadero poder parece que puede radicar en las conductas sobrias, más que en el dinero y en el mal habido -y peor aplicado- poder político.
Si este momento que vive la nación panameña no es el tímpano que debemos hacer vibrar, no merecemos futuro. Igual que toda tormenta trae al final aparejada la calma, los panameños tenemos una oportunidad irrepetible de enrumbar la vida nacional. No hay un solo ciudadano que no esté esperando que este gobierno, elegido para una recomposición, actúe en concordancia con la justicia. La nación entera está hastiada de tanta corrupción y tanta maldad. Por eso repetimos que el peor castigo nacional sería que uno solo de los depredadores quede impune. Una urgente sed de justicia se reproduce conmovida por toda la geografía de la Patria y a los gobernantes recién elegidos les cabe la responsabilidad histórica de satisfacer esa demanda, casi unánime, de justicia verdadera.
Y aunque las promesas no son lo importante, porque a fin de cuentas nos acostumbraron a no cumplirlas, lo importante es que el juegavivo y el desparpajo han aflorado como una vergüenza de sus propios actores y al gobierno no debe quedarle otra conducta que proceder como entidad justa, concluyente en la rendición de cuentas, la aplicación del castigo sobrio y diligente más allá de las sospechas de complicidades, más allá de los trucos de los procedimientos viciados y satisfaciendo un clamor que ya tiene ecos hasta en la Santa Sede abanderados por el papa Francisco, exigiendo para nuestra democracia el salto olímpico que supone salvar los menosprecios a que nos ha acostumbrado la sospechosa justicia.
Que no se dirima en las calles lo que les compete a los tribunales, porque entonces la fe social quedará aplastada con empujones policíacos; se repetirán los carcelazos amañados, mientras se evaden en vergonzosa e inmoral fuga los verdaderos culpables; comprobaremos que las dudas sobre la honra de nuestros dirigentes, ya en justificada vigilancia, son fundadas; se acrecentará la presunción ciudadana sobre conchabanzas entre gobierno y delincuentes; y se hará dolorosamente perdurable la decepción que supone comprobar que, aunque el pueblo se yergue heroico sobre el contubernio de la clase política, su subsistencia electoral es traicionada uno y otro quinquenio.
Hablando claro, Panamá necesita una nueva constitución; una revisión profunda de los órganos de poder y de la ética política, que exija a los partidos políticos que su vida íntima sea más pública; redefinir no solo el concepto de distribución de la riqueza, sino la comprensión y práctica de la solidaridad; cumplir con la ascensión definitiva al solio impostergable de la educación; crear una escuela ética de candidatos a puestos de elección, para que quien elija siempre, escoja entre los mejores; promover el cogobierno de la sociedad civil, como la mejor manera de hacer democracia; examinar diariamente la conducta de los diputados, obligándolos a honrar la confianza que se deposita en ellos; estimular con acciones concretas y llamados constantes, conductas edificantes del Ministerio Público, la Contraloría y el Tribunal de Cuentas; exigir la derogación inmediata de la burda ley de blindaje, porque dos meses para una investigación se traducen en inequívoca impunidad y es una inexplicable y atentatoria jugarreta de nuestra Asamblea Nacional contra su propio decoro; castigar severamente el espionaje, una de las más vergonzosas conductas humanas, peor si se produce como arbitrio del gobierno y sus autoridades; exigir cárcel para los saqueadores, porque es un pecado imperdonable que un acto como ese le quite un bocado a un abuelo, la esperanza de vida a un infante, o la alegría con que un muchacho recibe su diploma universitario tras indescriptibles penurias.
Y no olvidemos la vergüenza del indiscriminado uso de recursos públicos en campaña electoral y la inexistencia de la Fiscalía General Electoral y demás autoridades que propiciaron la impunidad. Y la necesaria sanción que impida a esos mismos depredadores de la democracia, volverse a postular jamás.
Que la ya reconocida Marca Panamá no sea más la podredumbre de la corruptela que apenas aflora. Que en su reemplazo, la Marca Panamá sea una verdadera democracia con justicia social, adecuada redistribución de la riqueza e igualdad de oportunidades para todos los habitantes de esta promisoria, aunque aún inicua tierra.
No perdamos la Fe, queridos compatriotas, porque ella es sinónimo de vida espiritual… y esa puede que se agache para capear el temporal, pero no se rinde ante ningún enemigo.
La Esperanza es optimismo, y es un concepto que supone compromisos… ella será recompuesta, si nuestras expectativas son satisfechas por el gobierno del presidente Varela, las magistraturas tambaleantes de la Corte Suprema de Justicia y las andanzas todavía inciertas de los diputados del Poder Legislativo.
La Caridad… ¡ay, qué mal entendida es esta virtud! Sus frutos son la felicidad, la tranquilidad y la compasión por la miseria ajena. No hay Caridad sin conductas fraternas, sin honra y sin solidaridad benévola, por lo que la Caridad empieza por uno mismo y debe ser la luz de la casa nacional… que no nos la corten, ahora que ha bajado el precio del petróleo.
Los panameños tenemos derecho a diáfanas jornadas, y la hora de la claridad nos llegará como el significado de este reconocimiento en su acepción más hermosa: la gratitud que sintamos por los beneficios y las promesas cumplidas.
Muchas gracias.